sábado, septiembre 08, 2007

Llamar (En las crónicas malditas de María La Muerte)

He vuelto a coquetear
(De cerca
Muy de cerca)
Con la muerte
ROBERTO VALLARINO


Un ardiente coqueteo insano yo lo llamaría. Llamaría... Como si clamare y flammare fueran primas hermanas... Llamar... Denominar entonces deviene en un grito apocalítico de grafos calcinados, en un grabado en cuero de ternera, por así decirlo, como esa moronga espuria que ostenta por nosotros, un grado y facultad en nuestros títulos cifrados. No cabe duda, si las flamas nos llamaran arderíamos para siempre (en un instante, aclaro, no se me emocionen).

Un húmedo coqueteo mudo, seca voz rumorosa de piélagas lenguas desertoras. Coquetear con la muerte es eso, mentirle a la verdad un poco.

Pues he vuelto muy de cerca a hacerlo, engañando a la vida, sustentando mi cuerpo con la sangre del mundo y lo haré quizá por 20 ó 30 años mas, según los vaticinios del destino octopulario no dependo de esa suerte. Coquetear con ella es como sí bailara alrededor de un agujero negro, yo, quásar incauto que no siente cómo un invisible cáncer sideral succiónale la luz sin darle tiempo ni de moralmente colapsar.

Me mira con sus ojos lloviznados de rosas, en ellos titilan cuamperfectas brisas destellantes. Me asomo a sus sueños, rebuznan mis dudas y ella las aplaca con sus besos de luna en mi frente marchita. Me toma, me duerme, me arrulla entre sus seres y ofrenda mis palabras a la nada del mundo. Y yo no digo nada, me carga en sus brazos, paséame por la sala y tras quitarme del diván donde yacía mi insepulta vida, acuéstame en mi cama y libera en mi panza una flamenca voz acuchillada de músitos deseos abiertos en mi carne para siempre.

Y así fue cómo ese vivás devaneo inoculó un hormiguero feroz en mis entrañas. No fui testigo de su engaño, me enamoró su sombra y ahora como puta de Las Vegas alega con fervor que está casada conmigo y que hará todo lo posible por retenerme, aunque le cueste una eternidad a la muy cínica... y los Hados, al parecer, están dispuestos a darle el fallo a ella. Y quiere todo de mí la muy de cerca.


En la cuna mece un hondo silbido nauseabundo su belleza vespertina triste. Un antiguo pueblo nómada acampa bajo el cielo en el desierto de sus desventuras. A la luz de la fogata escuchan al anciano que destila en sus ojos el pasado y suerben la dicha ancestral que se derrama de sus labios.
"Aquella solitaria estrella es tu antepasado. Engárzala tú en las cuentas del éter y cuelga ese collar de arena en el cuello de la diosa nocturna. Sedúcela, evócala, mas no le ames por tu bien." Y así lo hizo cada morador de sus huellas hasta que de pronto un joven pastor se enamoró de una de las cuentas, que era una princesa atrapada en el firmamento hacía mucho tiempo por un malvado hechicero en venganza por no corresponderle su amor. La joven enclaustrada en su jaula brillante le suplicó al joven que la liberara.
-¿Y cómo he de hacerlo, yo, este humilde siervo de polvo?
-Tan sólo tienes que elevar hacia mí el canto sincero de tu corazón y en tu canción habrás de decir: mi amor es tuyo.
Y éste sin meditarlo alzó el brazo y elevó el más bello cantar de la desolación. Los otros ancestros despertaron y acongojáronse por el tremendo mal que caería sobre su raza en la tierra, pues el hechicero aún moraba, invisible, en la bóveda.
La princesa descendió como una luciérnaga de otoño, el polvo de luz que desprendíase de sus nupciales atavios blancos iluminó de humedad la noche y con un beso respondió a la petición del joven desposado.
Pero un terrible mal estaba ya augurado. El anciano de la tribu desterró a la pareja para evitar que ese terrible vaticinio cayera sobre todos. Y el joven y su mujer con obediencia lo acataron.
"La única manera de liberarte es que alguien te entregue con sinceridad su corazón. Mas el hijo primero que engendres, yacera con la nocturna diosa y conquistará a tus descendientes y los destruirá causándoles gran sufrimiento." Terrible profecía se anunciaba y la pareja convino en vivir solitaria y morir sin la dicha de criar un hijo sólo. Pero cierto día, el joven pastor llevó a su rebaño a las praderas de jade y prometióle a su amada que volvería en 20 días. Un joven cazador de otra tribu vecina pidió hospedaje en la casa del pastor y la mujer del pastor lo atendió y sorda al convenio con su esposo, yació en su lecho con el joven cazador, entendiendo ella que la maldición era más contra su amado que contra su vientre. La última noche el cazador se despidió prometiéndole jamás volverla a ver. Y así fue.
Cuando el pastor regreso encontró todo en su lugar, la tienda estaba intacta, y sus rebaños volvían llenos de júbilo con su dueña, la damisela celestial.
Ella le contó a su amado que mientras él no estaba allí, ascendió de vuelta al cielo y que con la daga que le otorgaron sus abuelos mató al malvado hechicero y que la maldición ya no tendría efecto.
Los amantes ardieron por noches enteras hasta que llegó el nefasto día de la consumación. Desde niño el vástago de la traición mostró aversión por las tareas que inculcábale su padre y prefirió dedicarse a la caza. LLegó el día en el cual el joven presentaríase ante la tribu, y en venganza por desterrar a sus padres mató con el mismo cuchillo que su madre uso para mentirle al pastor, al anciano venerable. Y subyugó a su pueblo, y al de su padre verdadero, y otras tribus vecinas y lejanas hasta formar una nación que subyugó a otras tribus, pueblos y naciones más lejanas aún a fuerza y sangre.
Un día, solitario, una princesa oscura de un reino lejano visitó sus dominios. El joven rey se enamoró al instante de la bella dama negra y se desposó con ella. Como muestra de su amor le entregó el collar de su madre, a la que mató en un ataque de furia fugaz y se la hechó a los perros. Con esa ternura otorga la insignia de su crueldad. De su padre, dicen que se perdió para siempre en las montañas, solitario, con sus rebaños sin saber la verdad. Al no saber administrar las riquezas de sus tierras, dilapido la salud de éstas y su pueblo entero enfermó mientras la reina y su esposo jugaban en la oscuridad del cielo a ser incienso en las redes del engaño. Un grito de fuego consumió para siempre a ese pueblo en ascuas.
Y así fue cómo ese vivaz devaneo causó la destrucción de los hombres.

Despierto, en silencio, y busco en mi boca el clamor proferido ya escapado. No reconozco ese sueño y me dirijo a la sala, solitario y atiendo a mi rebaño de libros. Y recuerdo la voz y el rostro del anciano y recuerdo los besos y la sonrisa de la reina, la ingenuidad de los hombres, la maldad de aquel hombre, el suplicio, la muerte...
La Muerte... He vuelto a coquetear de nuevo, de cerquita, con la Muerte. Ya es la dueña de mis labios. se apropió de mí en la última siesta:
Sonriente llamarada arrulladora de ojos lloviznados.

No hay comentarios.: