Cuentan que en esa casa acostumbraban a darle de comer a los difuntos. ¿Eres tú, quizás uno de esos densos sentimientos que desconocen el camino de la muerte aún después de fallecidos? A cada noche vuelves y traes contigo el peso de tus rancias lágrimas añejas, para partir el queso, dices. Mas ella no acepta la propuesta.
Cierra la puerta y entierra entre tus muslos esa forma de invocar los ocultos tañidos de los muertos. En tu sueño que alberga el cadáver de la muerte, ésta se deshace convertida en cal y arena. Una horrenda bicéfala criatura se pudre en el camino que ha venido decolorándose a través del tiempo.
En el fondo de la calle percibes cómo el crepúsculo se vuelve una apenas litografía de contrastes. Las venas enrojecidas del mundo caen secas como el antiguo pálpito de unas hojas marchitas. El chorro de luz emanado desde el túnel ha cegado el papel en una allanada masa de entramados posibles:
Allá, por ejemplo, se ven las gruesas espaldas de un hombre en decadencia fundido en el espectro del humo blanco emanado de su pipa. Una dama solitaria, al otro extremo, alza los trazos de un paraguas que oculta sus misterios nocturnos. Los edificios sucumben ante el incendio de hormigas que devoran tu sueño y los colores y las sombras... Sólo un recuerdo olvidándose en una vieja fotografía que no te pertenece, y jamás, ni en otro tiempo te ha pertenecido. No te tragues la historia de la oveja reencarnada, nada más los personajes de otros cuentos, de otras historias peregrinas tienen el don de regresar a su preciso instante. Mas tú no, tu condena es tan efímera que acuita menos tu infame sufrimiento. En esta historia la muerte duele tanto como se nos va la vida. Márcale a la muerte su número privado, si no te contesta, es que sigue viva.
La falta de memoria es blanca y tus ojos se sumergen en un ciego lago albino donde se esconde la locura de unas diosas desnudas dispuestas a destrozar en ti todo motivo, evocación o remembranza.
Sigues observando el cuadro desteñido. La falta de colores te confunde, te bamboleas, te tambaleas, nada es lo que pensaste, nada es ya de lo que viste. Vértigo presente es el papel en blanco. En ese instante azota tu cabeza en el duro escritorio como si una oscura norna aficionada hubiese cortado el delgadillo hilo de tu vida cual si fueses un títere más, pero un actor desechado. De pronto (pero ya no lo sientes) tu cabeza se hunde, está siendo devorada por el monstruoso papelillo en blanco. Grotescos vórtices de sangre remiendan la ausencia de color en esa hoja que ha engullido más allá de tu cuello, y va dispuesta a consumir todo tu triste cuerpo entero. Lo único que no le gusta es el sabor de tus zapatos y tus prendas. Las escupe pues prefiere más la comida seca. Cuando tu mujer entra a la alcoba cree que ya te has desnudado para demostrarle una nueva más de tus nocturnas faenas en el lecho. Supone que en este momento estás en el baño atizando tu miembro para golpear sus entumidas carnes. Ella también se desnuda y corre rumbo al armario para darte una sorpresa si saber que otra te espera.
La diabólica hoja que entonces ha adquirido cuerpo, anda sin dueño, si un autor que la domine dispuesta a devorar a tus hijos, y por qué no, a la misma madre, pero antes se le antoja una copa de vino, para poder digerirte con estilo...
En tanto, mientras se mueve con sigilo, en el fondo, en una esquina se alcanza a percibir a un extraño hombre desnudo, paralizado aún por el nefando estado de la digestión. Empero todo lo demás, sin embargo se mueve. El ritmo de la hoja adquiere un nuevo tono matizado. Aunque los colores que dejó impregnados el sabor del deglutido escritor se han mezclado con la ceguera de ese llano monstruo. Nunca había sabido nada acerca de una fotografía catastrófica, devoradora de hombres y de letras. De pronto sintió cómo su universo empezó a cargarse de imágenes que habían quedado congeladas en el más profundo olvido más allá de la memoria que podía contener su área. Nadie grito en el fondo que había un hombre desnudo, el único defecto del papel era que todavía su entorno era mudo. Su ánimo voraz quizás le hizo pensar que en cuanto devorara a la mujer comenzaría el drama. Luego podría ir por los hijos, y luego festejar su triunfo engullendo una botella de vino. Y así lo hizo. Cuando la hoja abrió la puerta del armario, todo el cuarto estaba semioscuro, la mujer que no se contenía más las ganas murmuró algo que no quedó plasmado en la voraz área pero fue sintiendo un placer que le comía los pies que hundida de gemidos no se dio cuenta que estaba siendo absorbida por la boca de un instante sin recuerdos. Así la hoja recorrió una de sus piernas, la mujer arqueada por profundos hormigueos en sus muslos, fue el acabose cuando se tragó su vientre y sacudió sus pechos, le hizo alzar los brazos y en un profundo clímax engulló su grito que hizo estremecer los edificios en la foto.
La hoja de pronto emitió un terrible eructo y se quedó dormida. En un aplanado sueño vio cómo las formas que antes estaban inmóviles y mudas comenzaron a narrar dentro de su vientre un mundo nuevo. La hoja, a través de su sueño, conoció la dicha de la palabra, y con ella, todos los miedos y dolores que el hombre viene a padecer al mundo. Pues todo acto carnal tiene su alto precio.
El hombre que fumaba de espaldas dio un giro de sesenta grados a su derecha y sintió una corazonada clavada como alfiler en el pecho cuando vio a la mujer del paraguas que se movía como un cisne en el lago. Estamos en el siglo XX, en sus principios, pero la forma de la foto vieja adquirió las tonalidades del pasado y se fundieron con los colores del presente. Ambos sabían que ya se habían conocido antes, en otro tiempo, pero no sabían como expresarlo. Una mirada, la mujer atraída por los imanes negros del fornido hombre elegante, sonrió y descubrió de la sombra del parasol, su rostro. (Porque era un parasol, y no un paraguas, como ahora lo conocemos. Y es que en aquellos tiempos el sol era feliz, el cielo, las aves, incluso los colores. No tenían necesidad de chillar tanto como los que existen en nuestro tiempo para llamar la atención o resaltar alguna que otra cosa.)
Pareciere como si la fotografía nos estuviese jugando una broma, pero recuerden que está dormida en un profundo sueño y más nos convendría no despertarla de su letargo, para evitar que nos devore también a nosotros.
No hace falta contar qué sucedió con las vidas de ese hombre y aquella mujer, pues sus destinos estaban entrelazados, pero una serie de leyendas surgieron a partir de esa unión nefanda. La hoja estaba celosa, se había enamorado de la dama y quizo vengarse de aquel vulgar caballero, olvidándose que esos trazos le dieron vida alguna vez. Pero la hoja lo odiaba, veía al hombre de la pipa como a un ordinario garabato del cual había que deshacerse en cuanto antes.
(...) Continuará.....
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