Déjame contarte una historia.
Parece que el destino selecciona nuestros recuerdos, esas distancias que nos determinan. Como mirar una estrella: tener la gracia de poder mirar en el cielo el lugar al que perteneces y no poder acercarte ni en un millón de años.
Sostienes tu cansado cuerpo recargado en el barandal del balcón del sexto piso. Madrugada, cinco y cuarto, vistes un traje azul-grana descolorido y todo viejo. Miras las luces de la ciudad como si olvidaras que aquel lugar lejano ya no existe más que en la latente flama viva que consume tus recuerdos. Ahora fumas. Sigues fumando, nunca lo dejaste, de hecho. Una intensa enana roja pende de tus labios secos.
Seis y cuarto. Retoñan los luceros en la fresca mañana. De pronto, un limpio albor ha iluminado la Tierra. Celeste fugitiva la estrella equivocada permanece abasteciendo con su calor lejano, de lágrimas, tus ojos que atrás tiempo capaces fueron de fundir un corazón de hierro con solo una tibia mirada. Qué tiempos aquellos cuando los héroes existían... Se lo dices al viento que amenaza con arrancarte el bisoñé que cuelga anclado en tu cabeza. ¿O te lo dices a ti mismo? ¿Se lo dices a la estrella o a la vieja matrona que diario a esa hora, la pobre tiende ajenos cagados en aquella azotea donde alguna vez entraste en batalla contra un ciudadano hombre-araña o algún lacónico murciélago de aspecto legendario por aquella mujer maravillosa, esa camarera infame que ahora duerme roncando y espera tu regreso. Y es que para poder tocar el cielo tienes que vivir también de noche como un místico doliente enterrador de extraños sueños.
Libertad en los cielos derrochada en reproches. Una capa de sombras magulladas en el horizonte amenaza ocultarte tus anhelos.
¿Sabes quién eres? Hay que ser honestos. Yo, ante ti, voy a confesarme. Soy la estrella con la que hablas todas las noches, pero déjame decirte otra cosa, no soy yo el polvo arraigado en tu memoria y no he sido más que un espectro blanco que ha tardado en pronunciar su muerte emitiendo un lamento luminoso. Y somos semejantes a ustedes cuando muertos, que son como nosotras las estrellas en este limbo frío y oscuro que ustedes llaman, espacio. Mientras nosotras dejamos la mancha de una hueca luz en el endrino manto, ustedes, no dejan más que sentimientos enterrados en la herida de un espacio gravitatorio cuya cicatriz puede perdurar tiritando en el tiempo externo del lugar moldeado por tus pasos. Las pasiones emitidas por tu sangre caliente se tornan frías, en gélidas brasas de instantes cuya caída perdurará menos que el aliento que emite tu carne, ramillete de venas reticentes. Ambos somos indicios de llagas encendidas sobre somnolientas fábulas de tormentos infernales.
La luna llena en Cáncer no es más que una marea intensa que extiende la borrachera de su oculto resplandor. Sé que no esperarás la mañana descarnada. Querrás amanecer en pleno vuelo superando las fuerzas que sostienen la distancia del eco de tus gritos rebotando en el suelo. Déjame decirte que cuando una estrella cae, la olvida el cielo, y no es más que un deseo derrochado. ¿Qué será de ti, moderno héroe sin nombre?
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