En el Jardín de los Dioses vive la chica que se robó las estrellas. Las guarda con recelo, las cuenta cada noche y engarza las más bellas con un hilo matemático dándole forma a la oscuridad fijando mitos o plasmando los nombres de celebridades muertas.
Ella es como un árbol, dicen; como una niña legendaria que juega a ordenar el tiempo.
Algunas las guarda en costales como arena y las esparce en nebulosos crisoles. Pero su ojo de gato está perdida; la niña anda en la nada buscando su valiosa gema. Para no perderse esparce sobre el camino imaginario leves cucharadas de una ligera lluvia de grillos fluorescentes por si quedara sorda.
Su cabello es una supernova, infinita gravedad expulsada que cae untada sobre sus hombros como las lágrimas de un húmedo sauce galáctico. Cuando ella corre, el hálito solar le acaricia y derrama una aguda cauda azul sobre la silenciosa rumorosa de su azul espalda.
Es una soñadora radical. Profusa fuente de testigos. Por medio de sus cuentas da por entendido el universo.
Corre descalza untada de diamantes que se adieren como anfibios en sus plantas, raíces que no soportan su vida sedentaria. Por eso escapa cada noche, cuando los dioses duermen y arroja sus semillas para recrear un huerto de sílfidos púlsares.
Lleva en su garganta una laqueada ola laberíntica. De espuma sideral iridiscente es su vestido, un manto de flores tornasol rojo turquesa.
En el Jardín de los Dioses vive la joven que hurtó el cielo. Ella es la cuna que arrulla el fragmentado corazón blanco de la noche.
Su rostro es el lago nocturno donde flotan las luciérnagas que saben a leche y miel.
Pero cuenta la leyenda que no conozco sus ojos que me miran despidiéndose. Más prefiero flotar en ellos, en el fresco cenote de su gracia cual ofrenda a los durmientes dioses del destino.
Sé que pronto escribirá mi nombre en el tamiz celeste:
Briznas de soles tristes formarán mi bruno rostro.
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