Círculos de liebres le han tomado por descuido. Su sombra ahógase ante el brillo de la luna, redondo cristal lúcido atrapado en las redes de un ojo de agua. Brutales diamantines salpican su delgada piel de costras féridas aletargada por el frío. El camino se torna sinuoso como la carne de un gazapo desfelpado y temeroso. La noche tiene sed y brama niebla de lumbre. Avanza y suda su certeza.
Caer es magullar el suelo en una lágrima oropéndola.
Se dice que fue tocado por el dedo divino. ¿Cuál de todos? ¿El del plenilunio?
Un demonio le ronda por la crisma aunque se niege aún oscurecerse al quitárse la auréola santa. Busca en la tierra, husmea. Todavía no sabe como caminar entre los hombres. Se arrastra sobre la yerba y con su lengua muerde el polvo, lo degusta y en su instinto traza el camino que ha de llevarlo hasta su presa.
La noche ha madurado y huele a pulque de membrillo. Pero él ha olido sangre, no sabe qué es, y un arte desesperado borbotéale furioso en el cuerpo. Ciego y frío arrastra su cuerpo constipado tras la invisible sombra calorífica de colores maduros. La noche sabe a miel para los dos amantes que se unen en un antiguo ritual bajo la luna. La noche sabe a cáncer, a púrulos negros leporinos mientras sigue su camino entre la hierba y el polvo.
De pronto un rayo blanco desciende desde la circunferencia blanca y se posa en una rama. Mecánicamente gira totalmente su cuello y traza el mapa de sus operaciones. Pega un salto y despluma sus alas para caer y rastrear al ciego que anda en busca de las liebres. Sobre la carretera a lo lejos, divisa un ancho corredor de muerte ingenua. Son los caídos en mal presentimiento y tiempo equivocado. Un coyote destripado yace hediondo e inerme sobre la línea del asfalto. Menuda final para un famoso teniente de las Huestes, quizás pensó, tal vez ni le importó. Siguió buscando al profugo que en su progeso nunca reparó en echar un vistazo atrás. La noche huele a miel de muertos, esa, la de los arces llorones en el cerro, cuya miel amarga atrapa a los insectos en una gota edulcórea para siempre.
Caer, pensó diciéndose a sí mismo aún con el último dejo de divinidad que ha estado desprendiendo en su rasposa piel que muda sobre las piedras y la madera muerta, caer es magullar el suelo en una lágrima oropéndola. El rocío comienza a desprenderse de las nieves eternas suspendidas en la noche y huele a viento de lumbre en un hielo oxidado.
El Agente avanzó sobre las ramas, no se iba a indignar manchar sus pies al pisar el suelo de sangre maculado por los siglos de los siglos amén de tantos muertes. En sus ojos ardía una espectral llama supina. Remozó el silencio y divisó a su reptante presa que estaba a punto de sorprender a los incautos en la cópula. Cuando ambos cazadores dispusiéronse sorprender sus objetivos, una monstruosa muralla blanca ascendió desde el suelo como una marabunta de garras y colmillos y destrozaron a los caídos del cielo. Sus sombras ahóganse bajo el brillo espeso de la bruma, lívido manto de humo atrapado en las redes de un ojo de agua en sangre condensado.
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